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EL MÉRITO ES UN CONCEPTO PARÁSITO

Reproducimos a continuación el artículo de Rosa Mª Almansa publicado en Público (https://espacio-publico.com/intervencion/el-merito-es-un-concepto-parasito) en el contexto de un debate en torno al concepto de meritocracia:

¿Quién no recuerda los magníficos bajorrelieves asirios de escenas de caza que alberga el Museo Británico? Muestran con elocuencia las grandes habilidades cinegéticas —tan vinculadas a las guerreras— de su temible nobleza. El arte refleja como pocos espejos los considerados méritos propios de las clases dominantes que por la historia han transitado. Pero, oh paradoja, estas cualidades supuestamente superiores y excepcionales han variado con el tiempo. Es cierto que el prestigio de algunas actividades se ha mantenido durante siglos —las militares son un buen ejemplo de ello—, pero a la postre las mutaciones se han ido imponiendo. El mayor de los contrastes lo encontramos con la contemporaneidad.

Si a lo largo de centurias perseguir el propio interés se contempló como algo vergonzante, hoy el “talento” —invocado a todas horas— se relaciona casi indefectiblemente con la capacidad de hacer negocio; y si en el pasado había aún cosas sobre las que ni se concebía obtener un rédito, Benjamin Franklin, contemplado por Sombart como una figura prototípica del burgués del XVIII, anotaría en sus papeles que “Ni siquiera en el jardín deben cultivarse flores de las que no pueda obtenerse ningún beneficio material (…). La belleza del jardín del Edén llevó a la perdición a Adán y a todos nosotros”. A esta actitud la denominamos hoy “emprendimiento” y se erige, con pocas dudas, en la cualidad estrella de todo aquel o aquella que haya ingresado en la nómina de los “triunfadores”.

¿Por qué decimos todo esto? Sencillamente porque el de mérito es un concepto históricamente condicionado: sus contenidos cambian con el tiempo; es decir, son relativos. Y a través de sucesivas agitaciones sociales y procesos revolucionarios, hemos podido llegar a comprender que las dotes que esgrimían unos pocos como exclusivas son accesibles a los y las integrantes de las capas sociales hasta entonces despreciadas. Es, pues, cuestión de ejercicio, de entrenamiento, de acceso a ciertos saberes, incluyendo el de las propias capacidades. En definitiva, el mérito se ha revelado una y otra vez como el principal mecanismo de legitimación de una posición superior en una jerarquía clasista. Resulta muy probable, por tanto, que a categorías como ‘esfuerzo individual’, ‘competencia’ o ‘iniciativa’ les pase lo mismo: que en el futuro sean vistas como las formas preferentes de representación clasista de las sociedades liberales y democráticas.

A este argumento (pocas veces blandido) es muy fácil que pueda oponérsele otro (que sí se repite hasta la saciedad): que las sociedades que pretenden fundamentarse en el mérito individual son superiores (o sea, más justas y eficientes) a aquellas basadas en el mérito heredado, esto es, en el linaje o la clase. Pero esta idea escamotea que el llamado “mérito individual” es una concepción social (que como tal nos conforma, en el doble sentido de la palabra) y por supuesto de clase: ¿qué si no significa el atributo de “estar hecho (o hecha) a sí mismo/a” al que apelan todos los obtienen el tan anhelado éxito social? En este debate que mantenemos aquí se ha llegado a sostener incluso que el mérito (individual), aunque en buena medida heredado (en tanto que debe mucho al patrimonio material e inmaterial de la familia y entorno social propio), es siempre mejor que el privilegio heredado. Como si el mérito “individual heredado” no fuera una contradicción en sus propios términos, y como si además no fuese un privilegio (o no se convierta en tal aunque no se “herede”).

Lo que no puede negarse es que en nuestras sociedades el mérito se ha democratizado como nunca. Formalmente (o sea, sin que ningún principio o norma establecida pueda impedirlo a priori), todo el mundo puede aspirar a acumular méritos. Esto, como también se ha dicho en este espacio de debate, se considera un principio de justicia; pero el mero hecho de extender un derecho no significa que este sea justo. Como afirma Francisco Almansa en su Economía de la vida: en el “clasismo democrático” lo que se hace universal es “el derecho a utilizar el trabajo ajeno para el lucro personal (…). O sea: todos somos iguales ante la ley si decidimos la aventura de hacernos ‘emprendedores’.” Este derecho responde a una determinada forma de especialización social, la capitalista, e implica la aspiración común a un estilo de vida que es, por definición, no generalizable. Y no solo porque sería insostenible materialmente, dado que está fundamentado en el derroche, sino porque está concebido, precisamente, para distinguirse o diferenciarse frente a los otros: los fracasados, los carentes de méritos suficientes.

Así pues, la cuestión crucial radica en si esto puede ser o no de otro modo, ya que los seres humanos, en tanto que supuestamente carentes de una identidad común que nos configure como tales (como fehacientemente sostiene toda la tradición posmoderna), tomaríamos identidades relativas que irían modificándose con el tiempo. En otras palabras: la obtención de “méritos individuales” (aun cuando no puedan ser “puros”, pues parece inevitable que se “hereden” en buena medida) sería legítima, como también sería legítima la situación de “carecer” de ellos, puesto que para el ser humano no existiría una identidad o ser propio, sino que adquiriría identidades cambiantes según las circunstancias sociales y personales. Y como, según esta concepción, convertida ya casi en un a priori de toda consideración, el ser humano no es nada en sí mismo, resulta que puede convertirse, sin demasiado problema, en cualquier cosa. Justo como un instrumento y justo como lo necesita el capital: plenamente disponible.

El planteamiento contrario, combatido a muerte por “esencialista” (y por tanto postulado a menudo como indefectiblemente opresor), es que el ser humano posee una identidad (por ejemplo, la de realizarse en un trabajo con sentido) que va descubriendo históricamente. Esto es, los sucesivos y distintos límites históricos no nos habrían permitido desplegar por completo nuestra humanidad, que se hallaría, en consecuencia, reprimida. En el caso de que sea así, mujeres y hombres no tendríamos que ir “más allá” de nosotros y nosotras mismos, sino realizar la plenitud de lo que ya, de alguna manera, somos. Y en eso consistiría la libertad. Es justo lo que vemos en el actuar espontáneo de niñas y niños, que desde luego no requieren de estímulos o incentivos externos para dar de sí: imaginar, preguntar, descubrir, afanarse en sus juegos. Hasta que, con nuestro sistema de compensaciones y recompensas, les matamos su curiosidad intrínseca y los volvemos interesados. O desganados.

En efecto, si hay otro presupuesto clave del sistema meritocrático es una concepción determinada (pasmosamente pobre, por cierto) de lo humano: que necesitamos del incentivo para asumir el esfuerzo o la responsabilidad. Pero como todos aquellos prejuicios sólidamente arraigados, pasan por alto hechos clamorosos. Porque cualquier teoría que mínimamente se precie debe explicar también las “excepciones”. O sea, cómo es posible que personas que, precisamente, nos han mostrado nuevos caminos, e incluso han constituido pilares de lo que seguimos llamando humanidad, no solo no hayan requerido de tales incentivos, sino que, por el contrario, hayan trabajado con energías y tenacidad denodadas en las condiciones más difíciles, soportando sacrificios de todo tipo y, en muchas ocasiones, sin esperanzas de reconocimiento futuro. A veces incluso al precio de caer bajo el pesado manto del descrédito o la difamación. Los ejemplos son numerosos, por lo que nos limitaremos a citar algunos: Marie Curie, Maria Montessori, Karl Marx, las hermanas Brönte, Giambattista Vico, Rosa Luxemburgo, Buenaventura Durruti, Louis Auguste Blanqui… Por ello, como afirma el citado Francisco Almansa, “solo cuando la virtud es débil necesita estímulos; pero esto no es sino inmadurez. (…) Si a las máximas y más justas manifestaciones de poder de la vida se les da más de lo que necesitan para que puedan realizar sus potencialidades, se les acaba inexorablemente corrompiendo”.

De lo que se deduce que la categoría meritocrática es relativa a las clases dominantes, que la requieren indefectiblemente para afirmar su dominio —material e ideológico—; una noción que se ha hecho universal justamente porque con ella vuelve a cumplirse aquel acertado principio de que “la ideología dominante es la de la clase dominante”. Los nuevos “méritos” nacen casi siempre de la mano de un grupo de poder emergente, y el mérito en su versión individualista contemporánea es obra de la burguesía enriquecida que, frente al obstáculo del privilegio de sangre, aspiraba a ver su poder económico también reconocido en términos políticos y de puestos en la administración.

Resulta lamentable que la que podemos llamar izquierda del sistema continúe apelando al liberal Rawls y su principio de “justicia como equidad”, en torno al cual el autor estadounidense se preguntaba: “¿Es posible que personas libres e iguales no consideren un infortunio (y menos aún una injusticia) que algunos estén por naturaleza mejor dotados que otros?” Pregunta de la que deduce su “principio de diferencia”, a saber: “Son justas todas aquellas desigualdades que permitan maximizar la posición social y económica de los menos aventajados”. Para Rawls (como para otros muchos, por desgracia) los seres más dotados no son aquellos que pueden dar más necesitando menos recursos que los demás, sino, por el contrario, los que exigen tomar mucho para poder dar algo (y cuanto más valorado esté ese “algo”, menos dan). Según la lógica anterior, un cuerpo sano estaría menos dotado que uno enfermo, por ejemplo. Pero es que, además, siguiendo el mencionado principio de diferencia rawlsiano, un rango de desigualdad de 10/8 sería menos justo que uno de 15/10, ya que, en el segundo caso, el “menos dotado” habría mejorado su situación en términos absolutos.

Todavía cabe hacer más objeciones al encumbradísimo Rawls. Según él (como para Friedman), a aquellos supuestamente más dotados debe recompensárseles por ese mismo hecho. Como si no fuera suficiente fortuna (casi siempre obtenida sin proponérselo) tener (supuestamente) más inteligencia, belleza, habilidad, salud, voluntad o iniciativa que otros. O tener trabajos más creativos y estimulantes, que a su vez permiten mejorar las propias cualidades. Eso sin contar con que muchos patrimonios y reputaciones se construyen y acumulan por obra y gracia del mercado, de la relación entre oferta y demanda en un momento dado, esto es, también por azar. De esta forma, resulta que antes, cuando escaseaban, un ingeniero o ingeniera tenía mucho más mérito que hoy, cuando numerosos de ellos y ellas tienen que trabajar de camareros o recepcionistas. A lo que hay que añadir que el límite de satisfacción de los “más dotados” es puramente subjetivo (normalmente tiende a infinito). ¿Qué ocurre si en lugar de la relación 15/10 de antes esta es de 1000/12, como se hace frecuente apreciar? Es realmente sorprendente contemplar cómo crecen algunos “méritos”.

La voluntad, el esfuerzo, son virtudes relativas a un tipo o especialización humana determinada, como también se ha subrayado en este medio al recordar la famosa obra de Max Weber, por ejemplo. Especializaciones humanas que son producto, a su vez, de sociedades particulares, esto es, de clase, puesto que impiden el desarrollo de una vocación humana universal (tendencia a la universalidad que, sin embargo, se entrevé ya con la contemporaneidad en la defensa de unos derechos humanos universales, cosa impensable en el pasado). Así, la voluntad, tantas veces invocada, ha llegado a convertirse en una especie de principio religioso (en el sentido desfavorable de la palabra) de bien y mal por el cual se salva y se condena conforme a un sistema de representación humana, que se encuentra a su vez en función de un proyecto colectivo: el del mantenimiento del orden jerárquico existente. Muchas veces interesadamente, se olvida que la voluntad también se educa, se alimenta, crece vigorosa o raquítica según la riqueza afectiva, cultural o de proyectos personales y colectivos en la que nazca y se desarrolle un ser humano. Ni que decir tiene que esto, asimismo, guarda una estrecha relación con el medio o estrato social de referencia.

Ante situaciones que coartan más o menos las posibilidades humanas que nos son propias, apelar al “ascensor social”, que nos permitiría subir o bajar en esa escala de “oportunidades”, resulta sencillamente vergonzoso. Son semejantes formas colectivas de sentir y (des)valorizarnos las que deberían hacer descollar una pregunta muy clara: ¿cómo es posible que sintamos tan poco la solidaridad fraternal? Cuando verdaderamente nos percibimos unidos/as, embarcados en un destino común, aunque nuestros quehaceres sean diferentes, resultan insultantes tales gradaciones de valor, así como que se nos impela permanentemente a competir. Un ejemplo sencillo es la familia, al menos mientras vive unida. Tanto en las pudientes como en las que no lo son, no suele consentirse que uno o varios de sus componentes se alimenten peor, o que pasen más frío o calor que los demás. Muchas veces se tiene una paciencia y prodigalidad con los “descarriados” inconcebibles a otros niveles. El supuesto mérito no cuenta en estos casos: todos son iguales en lo esencial, sencillamente porque hay amor. ¿Por qué es entonces tan difícil experimentarnos como una gran familia humana? ¿Es la nuestra, en consecuencia, una sociabilidad sana, cuando se encuentra carente de empatía y sobrada de extrañamiento y desconfianza?

Por otra parte, apelar a medidas y políticas públicas que compensen a aquellos/as que no llegan, que no merecen lo que otros, es, como poco, una actitud paternalista, muy propia, por cierto, de quienes tienen de sobra. Y, por supuesto, humilla. ¿Quiénes somos para disponer con qué nivel es preceptivo que vivan otros, cuánto tienen derecho a percibir, cuando nosotros/as vamos a vivir con más? En cambio, no discutimos, para quien se esfuerza (¡!), el derecho a instalarse en un estilo de vida insostenible, que no es otro que el de las clases medias y altas, que nos disputamos —al estilo puramente burgués— como un bien escaso.

Hace ya mucho tiempo que sabemos (aunque nos cueste tanto trabajo reconocerlo) que somos felices cuando lo que hacemos tiene sentido. Cuando lo logramos, no necesitamos que se nos recompense por ello, y vivimos con perfecta naturalidad con lo que verdaderamente nos es preciso, que no es mucho. Además, la existencia sin estar permanentemente comparándonos con otros es un completo alivio, y nunca como ahora hemos tenido tanta ansiedad, justo en nuestra encomiada sociedad meritocrática. Por ello, en la medida en que reprime nuestra genuina humanidad, podemos afirmar que el mérito es un concepto parásito.